Por qué vivimos despues de la muerte

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Hace algunas décadas, los investigadores del proceso de la muerte comenzaron a evaluar los relatos de quienes lograron regresar a la vida terrenal desde el umbral de la muerte. Las experiencias descritas mostraron un increíble grado de concordancia, independientemente de procedencia y religión. Sin embargo, los investigadores solo recopilaron datos, sin poder ofrecer una explicación clara de lo descrito.

Richard Steinpach (1917-1992) declara convincentemente en este libro que la muerte sólo significa el desprendimiento de nuestro cuerpo terrenal, mientras que nuestro núcleo, nuestro verdadero "yo" permanece vivo. Este conocimiento abre las puertas hacia la totalidad de nuestro ser y también permite responder a la pregunta sobre el significado de la vida.

De 1978 a 1991, el autor dio conferencias muy solicitadas en países de habla alemana tratando cuestiones esenciales de la vida. Este libro se basa en el texto de una de aquellas conferencias.

Por qué vivimos después de la muerte es el título de la presente conferencia, título quizá un tanto extraño, porque da por supuesto algo que la mayoría de las personas no suele considerar como una evidencia: a saber, el hecho de que la vida continúa después de la muerte. Hay algunas, sí, que creen en ello, pero sus ideas sobre este punto difieren mucho entre sí, y si se las contempla con más detenimiento se verá que con mucha frecuencia se trata sólo de una esperanza, pero no de una convicción apoyada en un saber. Otras personas, que quieren mostrar con cuánta impavidez se enfrentan a la limitación de su existencia, declaran por el contrario que con la muerte todo se acaba. Entre estos dos campos, por último, se encuentra el inmenso número de aquéllos que, por temor a creer en algo que todavía no está suficientemente demostrado, consideran la muerte como una gran incógnita, a cuya fatalidad incomprensible es preciso someterse.

Sin embargo, no es necesario permanecer en esta incertidumbre. ¡La verdad está ahí mismo, a nuestro alcance..., si no nos hacemos sordos a ella!

En los últimos años se ha «redescubierto» la muerte, por así decirlo. Una ciencia especial, la tanatología (palabra derivada del término griego «thanatos», la muerte), se ocupa ahora de este proceso. De todos los investigadores que trabajan en este aspecto con absoluto rigor científico hay uno, el médico norteamericano Dr. Raymond Moody, cuyo libro «Life after Life» (La vida después de la vida, Rowohlt-Verlag, Hamburgo) se ha convertido en un “best seller“. Ello demuestra que los seres humanos ansían una respuesta a esta pregunta. Pero, ¿hasta qué punto pueden ofrecer dicha respuesta los innumerables libros aparecidos sobre este tema en el curso de los últimos años?

El Dr. Moody, lo mismo que otros investigadores, ha reunido informes y relatos de moribundos, entre ellos también muchos de personas que estaban consideradas como clínicamente muertas y que sin embargo pudieron ser traidas de nuevo a la existencia terrenal. Pero el interés no estaba dirigido en este caso a este fenómeno médico, sino a la asombrosa semejanza de las vivencias experimentadas por estas personas en el lapso de tiempo situado entre la vida y la muerte. Se trataba de personas de muy diverso nivel cultural y clase social, que vivían en parte en el campo y en parte en las grandes ciudades, procedentes de diversas naciones y hasta de ámbitos culturales distintos. Poseían ideas religiosas muy diferentes, padecían diversas enfermedades o lesiones y fueron tratadas clínicamente de muy distinta forma. Sin embargo, en su ida y vuelta a través del umbral de la muerte, todas ellas pasaron por etapas casi idénticas. Al comienzo se encontraron en un estado completamente nuevo, denominado por el Dr. Moody como «extracorpóreo». Las personas interrogadas se encontraban fuera de su propio cuerpo. Se veían a sí mismas – o mejor dicho veían ese cuerpo, con el que no se sentían ya identificadas – tendidas en la cama o en el lugar del accidente, veían los afanes de las personas que las rodeaban y escuchaban sus palabras. Aquellas personas que – según Moody – «habían penetrado más profundamente en el reino de la muerte» tuvieron la sensación de ser arrastradas por un estrecho corredor. Luego divisaron una luz brillante, no cegadora, sintieron la cercanía de un ser rebosante de amor y experimentaron una visión retrospectiva de toda su vida. Su concepto del tiempo y su caudal de conocimientos se habían modificado, y creyeron entender ahora las verdaderas interrelaciones de la vida.

No necesito ocuparme aquí de las dudas que fueron manifestadas contra el informe del Dr. Moody sobre la «vida después de la vida». El Dr. Moody mismo ha refutado ya sobradamente a los escépticos. Aquí ha de tratarse de algo distinto; por muy valiosos y significativos que sean los resultados de la investigación científica de los tanatólogos, ellos no han hecho sino reunir descripciones y relatos de vivencias personales. Pero para comprender la importancia de este punto crucial tenemos que saber cómo se lleva a cabo el hecho de que sigamos viviendo después de la ­muerte.

El objetivo de esta conferencia es llenar precisamente este vacío. Aquí deben obtener Vds. esas explicaciones que no han encontrado en ninguno de los libros que han sido publicados en el curso de los últimos años sobre el tema de la muerte. Sólo después estarán Vds. en condiciones de comprender y situar debidamente los informes reunidos por los científicos. Y es que estos informes no encierran nada estremecedor o sensacional. Son simplemente fragmentos, instantáneas tomadas de un acontecer que Vd. debería poder abarcar y comprender de forma mucho más amplia. Porque también la muerte es un proceso totalmente natural, que se desarrolla de acuerdo con le­yes fijas, claras y – lo que nos parece más importante – comprensibles y aceptables.

Lo digo ya de antemano: las explicaciones que van a escuchar Vds. se basan en el Mensaje del Grial «En la Luz de la Verdad» (Editorial Stiftung Gralsbotschaft, Stuttgart), una obra de la que hablaremos más adelante. Que esta obra lleva su título con pleno derecho es cosa que verán Vds. mismos por el mero hecho de que lo que en ella se dice está en condiciones de hacernos comprender,por ejemplo, todos los fenómenos que guardan relación con la muerte en el más amplio sentido del término.

Yo les invito por ello a escuchar sin prevenciones ni prejuicios lo que me propongo exponerles acerca de este tema. Al decir «sin prejuicios», me refiero a lo siguiente: cuando lean o escuchen algo que les parezca nuevo o asombroso, no piensen de inmediato, en su interior, «eso no es posible», ni lo comparen con sus propios puntos de vista, defendidos hasta entonces.

Antes, al contrario, deben Vds. reflexionar sobre lo que acaban de escuchar y someterlo a examen y prueba. Pero sólo pueden y deben examinarlo y probarlo aplicándolo a hechos que nos son ya conocidos o a las exposiciones presentes.

Además, con ello quiero decir otra cosa: deberíamos abandonar de una vez por todas la costumbre de considerar lo invisible como incomprensible o incluso antinatural. Esta actitud carece por completo de justificación. Conocemos muy bien las limitaciones de nuestros cinco sentidos. No estamos en condiciones de percibir los rayos infrarrojos o ultravioleta o el ultrasonido. Estamos rodeados, más aún, penetrados constantemente, por ondas y radiaciones de la más diversa naturaleza, sin que nos percatemos de ello. Sería insensato, por lo tanto, negar que hay realidades que están más allá de nuestros sentidos. El mero hecho de que poseamos un concepto como el del «más allá» está diciendo ya, que tenemos conciencia clara de la existencia de tales mundos.

Comencemos pues para comprender mejor lo que viene a continuación, con una delimitación conceptual de dichos campos. En el curso de esta conferencia desig­naré a lo terrenal «materialidad densa», y al más allá como «materialidad etérea», sin que debamos olvidar que con esta terminología sólo ofrecemos una distinción muy general, que por el momento deja a un lado y sin considerar todos los grados y estados de transición entre una y otra forma.

La primera base para las reflexiones posteriores es que adquiramos claridad acerca de nosotros mismos, sobre la cuestión: ¿qué es en realidad el ser humano? Las ideas de los darwinistas, de los neodarwinistas, de los investigadores del comportamiento y de los científicos evolucionistas son sólo verdades a medias, certeras y falsas al mismo tiempo. En efecto, todas ellas se refieren sólo a la evolución de nuestro cuerpo y de sus elementos funcionales. Pero el verdadero ser humano no es sólo este cuerpo. Eso sería como si no se quisiese hacer distinción entre el conductor de un vehículo y el vehículo mismo. Porque en nosotros hay «algo» que es capaz de tomar conciencia de sí mismo, que puede reflexionar sobre sí mismo, algo que nos diferencia ya con ello del animal. Este algo puede sentir no sólo la alegría y la tristeza, el amor y el odio, sino también cosas tan abstractas como el arte, la belleza o lo sublime. Y justamente con las palabras «sentir intuitivamente», que nos resulta como algo obvio, acertamos lo verdaderamente humano en nosotros. ¡Lo verdaderamente humano es espíritu! La voz y el lenguaje con el que percibimos el espíritu es la intuición; ese impulso que no depende de los estímulos sensoriales externos, sino que brota espontáneamente de lo más hondo de nuestro ser.

Con ello hemos hallado, en efecto, la vía para percibir y experimentar vivamente nuestro espíritu, pero me parece necesario delimitar todavía más claramente este concepto. Escuchen, pues, lo que se dice acerca de ello en el Mensaje del Grial «En la Luz de la Verdad»:

«¡El espíritu no es ingenio ni inteligencia! Tampoco es erudición adquirida. Es un error decir que un hombre posee “riqueza espiritual“, porque ha leído mucho, ha estudiado, ha observado y sabe expresarse al respecto con soltura y elegancia o porque brilla por sus ocurrencias y réplicas inteligentes.

El espíritu es algo completamente distinto. Es una entidad independiente nacida de un mundo de una naturaleza que le es afín, pero diferente al plano al que pertenece la Tierra y, por consiguiente, el cuerpo. El mundo del espíritu se halla mucho más alto, constituye la parte más elevada y más ligera en la Creación...

El espíritu no tiene nada en común con el cerebralismo ­terrestre, sino solamente con lo que se denomina „sentir del corazón“. Ser rico de espíritu equivale a tener una sensibilidad interior muy profunda, mas no a poseer un alto grado de intelectualidad.

Es triste constatar hasta qué punto hemos borrado y sepultado el espíritu en nosotros, que hemos llegado a confundirlo – como ocurre, por desgracia, con tanta frecuencia – con el intelecto. Lo único que el intelecto es capaz de hacer, es coordinar las informaciones y las experiencias prácticas que le son suministradas y extraer conclusiones de ello. Mas esto pueden hacerlo hoy las computadoras, y mejor todavía que nosotros. La inteligencia es sólo un instrumento o herramienta ligado al cuerpo, que debe hacer posible al espíritu actuar debidamente en este mundo terrenal.

Nuestro verdadero Yo es, pues, espíritu. Es el único elemento viviente que se encierra en este cuerpo terrenal y que lo mantiene en vida en cuanto tal. Pero este espíritu no está ligado a él de manera directa; para ello, su género es demasiado distinto de aquel del cuerpo terrenal. Sabemos que la naturaleza no es amiga de los saltos grandes. El único que conoce es el salto cuántico, el enlace de cantidades mínimas de energía, lo que aporta justamente la demostración de cómo, en el acontecer natural, una pieza se junta siempre a la siguiente para constituir una marcha progresiva en pasos breves y continuos.

Así, también el espíritu posee envolturas permeables, más ligeras, más finas, más próximas a él en el orden gradual de la Creación, y una de ellas es de materialidad etérea. Esta imagen – el espíritu en su envoltura corporal de materia etérea – es lo que muchas personas clarividentes han podido contemplar, y para la cual resulta adecuado el concepto de «alma», bajo el que, por desgracia, solemos imaginarnos tan poco. El alma, por lo tanto, no es algo independiente, que existe al lado del espíritu, sino el espíritu mismo revestido de su envoltura de materialidad etérea.

Sobre la existencia de un tal cuerpo de materia etérea ha­llamos en el Nuevo Testamento un relato verdaderamente dramático. Jesús se aparece, después de ser depositado en el sepulcro, tanto a María Magdalena como también, en varias ocasiones, a sus discípulos. Anduvo junto a ellos, y ellos hablaron con ÉL, pero no le reconocieron. Jesús penetró en estancias cuyas puertas estaban cerradas, y sólo cuando partió con ellos el pan en la mesa, se dieron cuenta de que era Jesús. Todo esto dice claramente que acudió a ellos en una forma corporal distinta, transformada, justamente en ese cuerpo de materia etérea que ellos eran capaces entonces de ver, estremecidos como estaban por las profundas vivencias de los días pasados. Si Jesús se hubiese presentado ante ellos en su apariencia física habitual, sin duda le habrían reconocido de inmediato. Pero Jesús sólo quería decirles con ello que ÉL había resucitado; ÉL quería mostrarles que la vida continúa, no después de un futuro y remoto día del Juicio Final, sino inmediatamente después de la muerte terrenal.

Pero este cuerpo de materia etérea, del que acabamos de hablar, es todavía demasiado distinto en su naturaleza del cuerpo terrenal. Por ello es necesario que, entre esta alma de materia etérea y el cuerpo terrenal de materia densa, se introduzca un elemento de transición, el llamado cuerpo astral. Este cuerpo astral se acerca ya mucho, en su naturaleza e índole, al cuerpo terrenal. Es el prototipo inmediato de éste, por así decirlo, su modelo. Esto, dicho así, puede parecer quizá sorprendente. Pero hoy día sabemos que los elementos integrantes más pequeños del mundo material, los neutrones, protones y electrones se hacen cada vez más inmateriales cuanto más se penetra en sus cualidades y estructura. Y ahora les ruego que reflexionen: como todo lo material, también nuestro cuerpo está constituído por tales partículas elementales. Si tenemos en cuenta además que todo lo que se nos aparece como materia sólida y compacta se compone – esto está demostrado científicamente – de radiación, o sea, de aquella consistencia inconcebible de la que surgió un día el Universo, y que aquí se verifica un incesante proceso de intercambio, que transforma la radiación en partículas y las partículas en radiación, entonces, ello nos está diciendo con toda claridad que la totalidad de nuestro mundo terrenal se forma – podría decirse – de arriba a abajo, y que es el resultado de un constante proceso de condensación y concentración. Por ello, la existencia de envolturas más finas y sutiles se deduce, casi como una consecuencia lógica, de nuestra concepción del cosmos físico.

Hasta qué punto es ampliable esta imagen, más allá de los límites de las ideas establecidas, puede verse fácilmente con sólo considerar que los descubrimientos de la teoría de la relatividad, de la física cuántica, de la biología molecular o de la radioastronomía hace algunas décadas fueron objeto de burla y consideradas todavía como quimeras, ocultismo o superstición.

Traigamos de nuevo a colación, pues, esos tres conceptos a los que dedicaremos nuestra atención en las reflexiones siguientes:

– por una parte, tenemos el cuerpo terrenal, de materia densa, al que suele designarse también como «envoltura mortal»;

– además, el cuerpo astral, que se le asemeja mucho en su naturaleza,

– y por último el espíritu en su envoltura de materia etérea, la llamada alma. Esta se halla unida con el cuerpo astral, y a través de él también con el cuerpo terrenal mediante el «cordón plateado», que con mucha frecuencia han visto las personas dotadas de clarividencia. Se trata de una especie de cordón umbilical de materia etérea, que en efecto termina también aproximadamente en el mismo punto del cuerpo que el cordón umbilical de materia densa que nos unió un día con el cuerpo materno, más concretamente en el plexo solar. Este «cordón plateado» es – si se quiere considerarlo objetivamente – la configuración en materia etérea corres­pondiente al cordón umbilical que nos es familiar en el cuerpo físico. Y este «cordón plateado» no es sino el órgano de transmisión a través del cual el espíritu actúa y opera sobre el cuerpo terrenal.

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ISBN 978-84-88351-13-5
Autor Richard Steinpach
Wymiary 15 x 21 cm
Język Español
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